Discurso de Gettysburg
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El Discurso de Gettysburg, el más famoso discurso de Abraham Lincoln, fue pronunciado en la Dedicatoria del Cementerio Nacional de los Soldados en la ciudad de Gettysburg, en Pensilvania, Estados Unidos de América, el 19 de noviembre del 1863, cuatro meses y medio después de la Batalla de Gettysburg durante la Guerra Civil Norteamericana. Aunque el cuidadosamente redactado discurso de Lincoln era secundario con los otros discursos del día, ha sido considerado con posterioridad como uno de los más grandes discursos en la historia de la humanidad. Invocando los principios de igualdad de los hombres consagrado en la Declaración de Independencia, Lincoln redefinió la Guerra Civil como un nuevo nacimiento de la libertad para los Estados Unidos de América y sus ciudadanos.
Lo que era considerado como el Discurso de Gettysburg ese día no era el breve discurso pronunciado por el Presidente Lincoln, sino el discurso pronunciado por Edward Everett. Everett era un reconocido diplomático y académico considerado como el mejor orador de su época.
El discurso de Everett tenía 13,609 palabras y duró dos horas. En contraste, las breves palabras de Lincoln resumieron la guerra en dos o tres minutos, en diez oraciones, y en menos de 300 palabras.
Las pocas palabras selectas de Lincoln resonaron a través de la nación y a través de la historia, desafiando la propia predicción de Lincoln de que el mundo notará poco, ni mucho tiempo recordará lo que decimos aquí. Mientras que hay poca documentación de los otros discursos de ese día, las palabras de Lincoln, que citamos a continuación en una traducción al español son consideradas como uno de los grandes discursos en la historia.
[editar] Traducción íntegra del discurso
Hace 87 años, nuestros padres fundaron, en este continente, una nueva nación cuya base es la libertad y la proposición de que todas las personas son creadas iguales.
Ahora estamos envueltos en una gran guerra civil, probando si esta nación, o cualquier otra nación así fundada, puede ser duradera. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos decidido dedicar una porción de este campo, como lugar de descanso final para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera sobrevivir. Es por tanto apropiado y correcto que lo hagamos.
Pero, por otra parte, no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que pelearon aquí, ya lo consagraron, más allá de nuestras pobres facultades para añadir o quitar. El mundo notará poco, ni mucho tiempo recordará lo que decimos aquí, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos nosotros los vivos los que debemos dedicarnos aquí a la obra inconclusa que aquellos que aquí pelearon hicieron avanzar tan noblemente. Somos nosotros los que debemos dedicarnos a la gran tarea que tenemos ante nosotros: que tomemos de estos honorables muertos una mayor devoción a la causa por la que dieron su última cuota de devoción, que tomemos la noble resolución de que estos muertos no han de morir en vano, que esta nación, protegida por Dios, nacerá de nuevo en libertad, y que este gobierno, del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no perecerá jamás.